TEKNAUTAS
GENIOS desconocidos y prolíficos
SEIS BRILLANTES INVENTORES ESPAÑOLES QUE LA HISTORIA HA OLVIDADO.
La
historia de la tecnología es caprichosa y, aplicando una especie de
selección natural por la que la supervivencia de un nombre propio es
directamente proporcional al éxito comercial de su invento, acostumbra a
sepultar historias personales que, si no relevantes desde una
perspectiva global, resultan como mínimo ejemplares.
Las vidas de
estos seis inventores españoles, pertenecientes a distintas épocas,
parecen cortadas por el mismo patrón. Aunque algunos corrieron mejor
suerte y pudieron terminar sus días con mayor dignidad después de haber
consagrado su vida a la investigación por amor al arte, todos gozaron en
su momento de una fama de cinco minutos, si bien su destino ha sido el olvido.
"La
indiferencia es el peso muerto de la Historia, es la bola de plomo para
el innovador, es la materia inerte en la que a menudo se ahogan los
entusiasmos más brillantes". Lo decía Antonio Gramsci, en un contexto
distinto, pero la indeferencia del mundo también juega un papel
importante en la biografía de muchos inventores.
1. Ramón Verea: la calculadora total
En
el museo de la sede central de IBM, entre cientos de aparatos
imprescindibles para entender la evolución de la tecnología, hay una
voluminosa calculadora amarilla de 26 kilos, fabricada de hierro y
acero, de nombre Verea Direct Multiplier.
Fue la primera de la historia capaz de realizar cuatro operaciones
aritméticas (suma, resta, división y multiplicación), manejando cifras
de hasta nueve dígitos.
Cualquiera
podría pensar que el creador de este artilugio debía de ser una
personalidad relevante en su época, pero el gallego Ramón Verea murió en
la indigencia en Buenos Aires en 1899, y su cadáver fue recogido por
los servicios sociales. Nacido en la aldea pontevedresa de Currantes,
donde tuvo acceso a una biblioteca que le cambió la vida, había zarpado
a Cuba en 1855, pero fue en Nueva York donde desarrolló su carrera.
En la capital del mundo escribió novelas, fundó un periódico quincenal, El Progreso,
que mantuvo durante una década sin publicidad; e inventó la
calculadora. No le importaba el dinero: sólo quería demostrar que el
talento español estaba a la altura de los pensadores más brillantes. Por
eso la patentó, para a continuación olvidarse de ella, para siempre,
sin tratar de obtener rendimiento económico alguno.
Algo de lo que sí se
preocupó el suizo Otto Steiger para lanzar, basándose en los principios del gallego, la primera calculadora de la historia con éxito comercial.
2. Arturo Estévez Varela: ¿un motor de agua?
Según
una teoría de la conspiración, el motor de agua fue vetado por Franco,
quien habría encargado un informe desfavorable a la Escuela de
Ingenieros para evitar que la tecnología progresase .
Sin embargo, el extremeño se hizo famoso
en los 70 realizando exhibiciones públicas por España, algunas en
televisión, demostrando que su sistema funcionaba.
Siempre repetía un
gesto: bebía agua de un botijo; luego, la introducía en el artefacto.
A
lo largo de la Historia, el motor de agua ha sido objeto de distintas
investigaciones, a menudo rodeadas de un halo de fraude. Según los
científicos que han documentado el caso Estévez, su sistema se basaba en
una reacción química originada a partir del contacto del agua con un
"componente secreto", afirmaba el perito, pero que supuestamente era boro.
Así generaba hidrógeno, sustancia que a la postre hacía funcionar el
motor. En ese sentido, los críticos valoran al extremeño como un
visionario, aunque la viabilidad económica a gran escala de su proyecto
hoy parece dudosa.
Estévez nació en 1914 en la localidad de Valle de la Serena,
aunque vivió la mayor parte de su vida en Sevilla. Patentó su motor de
agua en 1971, expresando su deseo de donar la tecnología al pueblo
español. Tras la efervescencia pública de su invento, en un década donde
había estallado la crisis del petróleo, murió en el anonimato.
3. Jerónimo de Ayanz: aire acondicionado en el Siglo de Oro
Sus
gestas como militar alcanzaron tanta fama que Lope de Vega le dedicó
una obra, inspirada en sus hazañas en Flandes.
Sin embargo, el
navarro, hijo del Siglo de Oro, no se conformó con el campo de batalla.
Dedicó su vida a la invención, convirtiéndose en un industrial
brillante cuyas teorías se aplicaron con éxito en los sectores de la
minería, la náutica y la agricultura.
En 1587, fue
nombrado Administrador General de Minas, y fue en el contexto de ese
cargo donde desarrolló la primera aplicación industrial de la historia
de una máquina de vapor. Ideó un sistema para evacuar el agua desde el
interior de las minas hacia el exterior, a través de tuberías.
Además,
aplicó las técnicas del vapor para crear una especie de antecedente del
aire acondicionado: enfriaba el aire con nieve y lo introducía en las
minas, purificando así las galerías.
Después
de haber sido un pionero que asombró a sus contemporáneos, su figura se
ha convertido en un fantasma.
En total, se le reconocen 48 inventos,
que fueron recogidos en 1606 en una cédula de privilegio para invenciones,
antecedente histórico del actual sistema de patentes.
Entre ellos, se
encuentra un traje de buceo que fue testado, en presencia del rey, en el
río Pisuerga.
También un submarino primitivo, una brújula que
establecía la declinación magnética, un horno para destilar agua marina
en los barcos, distintas balanzas de precisión, molinos de rodillos
metálicos y bombas para el riego.
4. Adrián Álvarez Ruiz: tentado por los nazis.
Este
palentino nacido en 1884, y a quien la lectura de Julio Verne inspiró
para desarrollar sus propias invenciones, emigró a Madrid para trabajar
como obrero, pero pronto demostró que su inteligencia estaba por encima
de la media.
No tardó en llegar a la dirección de los talleres de la
compañía MZA, antecedente de Renfe.
Toda su vida trabajó para
mejorar la tecnología ferroviaria, pero su invento estrella fue un
tanque submarino ideado para mejorar las condiciones de regeneración del
aire en el interior de los submarinos y hacer posible que las personas
encerradas bajo el agua pudiesen resistir más tiempo.
Su invento convenció a la Sección de Ingeniería del Estado Mayor Central, y en 1932 se organizó un test público,
ante 15.000 personas, en el lago de la casa de Campo, en Madrid. El
español había construido el prototipo en su propia casa. En aquel
tiempo, se trataba de una tecnología avanzada por la que se interesaron
varias potencias y empresas europeas. Sin embargo, el deseo del
palentino era que la patente se desarrollase en España. Nadie mostró
demasiado interés.
La
alemania nazi trató de captar al español, como ocurriría también con el
inventor de Talgo, Alejandro Goicoechea Omar, pero se negó.
La Alemania nazi trató de captar al español, como ocurriría también con el inventor de Talgo, Alejandro Goicoechea Omar, pero
se negó.
Quería que su invento salvase vidas, pero no participar en una
guerra. Finalmente, en 1947 patentó su tanque submarino en Gran
Bretaña, ofreciendo la tecnología a la Royal Naval Scientific Service.
Era demasiado tarde. Tras la guerra, el sistema había quedado obsoleto.
5. Mónico Sánchez: el Tesla español.
Su
historia es similar a la de Ramón Verea. Un español de origen humilde
que emigra a Nueva York y logra la excelencia, en su caso en el campo de
la electricidad. La diferencia es que el manchego Mónico Sánchez sí
ganó una fortuna, que luego decidió invertir en un proyecto para crear
un centro de alta tecnología en su pueblo natal, Piedrabuena, en Ciudad Real.
Lo
consiguió, aunque para ello también tuvo que construir una central -la
electricidad no había llegado al pueblo todavía- para alimentar de
energía un laboratorio donde tenía previsto fabricar en serie su propia
tecnología. Sobre todo, la máquina que le había hecho rico y famoso en
Estados Unidos: el primer dispositivo portátil de rayos X de la
historia, que Francia utilizó en la Primera Guerra Mundial como parte de
su equipamiento médico.
Antes
de regresar a España, en Nueva York había vendido su invento por
500.000 dólares a la empresa Collins Wireless Telephone, compañía
pionera en el campo de la telefonía móvil, donde el español fue
ingeniero jefe, eso sí, en una época anterior a las condenas por estafa a
varios ejecutivos de la firma.
Contemporáneo de Tesla y Edison,
con quienes llegó a compartir espacio en algunas ferias, su dominio de
la electricidad fue autodidacta. A causa de las huelgas estudiantiles,
en Madrid no había podido matricularse en la escuela de ingenieros.
Entonces, decidió hacer un curso por correspondencia, en inglés, vía
Londres. No conocía el idioma, pero quería aprender, y asombró tanto al
creador del curso, Joseph Wetzler, que el británico le recomendó para
una plaza en una empresa neoyorquina.
Contemporáneo
de Tesla y Edison, con quienes llegó a compartir espacio en algunas
ferias, su dominio de la electricidad fue autodidactaAsí
empezó una carrera que le llevaría a la Universidad de Columbia y, más
tarde, a la empresa Houten and Ten Broeck Company, donde concebiría su
máquina de rayos X. De vuelta a España, la Guerra Civil -y sobre todo la
excentricidad del proyecto- truncaron el Laboratorio Eléctrico Sánchez
de Piedrabuena, donde Mónico Sánchez murió en 1961 con problemas
económicos.
6. Alejandro Finisterre: padre del futbolín.
Varios
países reclaman la autoría de este clásico universal del
entretenimiento.
Son unas cuantas las patentes del período de
entreguerras que tienen por objeto el futbolín, pero la teorías mejor
documentadas apuntan a que fue un gallego de nombre Alejandro Finisterre
(se llamaba Alejandro Campos Ramírez, pero se cambió el nombre en honor
a sus orígenes) quien lo patentó por primera vez, al menos tal como
conocemos el juego en la actualidad. Aunque existían futbolines en los
años 20 y 30, se trataba de artilugios de sobremesa, alejados del
concepto actual.
Fue una bomba alemana, al comienzo de la Guerra
Civil, el elemento circunstancial que propició la idea. Tras la
explosión, hospitalizado en Barcelona e incapaz de moverse, pensó en un
juego que le permitiese divertirse en ese estado. Entonces, fusionó dos
de sus pasiones: el fútbol y el tenis de mesa.
Un
carpintero vasco, Francisco Javier Altuna, le ayudó a construir un
prototipo que Finisterre patentó en 1937, al mismo tiempo que un pasador
de partituras que se accionaba con el pie. Sin embargo, la lluvia
destruyó los documentos en los Pirineos durante su huida hacia el exilio
en Francia. Años más tarde, cuando las patentes sobre el futbolín
comenzaban a superponerse, y el juego a hacerse famoso en Europa,
Finisterre logró presionar a una de las factorías que los fabricaba para
que le pagasen los derechos de explotación.
Utilizó
el dinero para emigrar a Ecuador, aunque fue en Guatemala donde logró
relanzar el invento, obteniendo notables rendimientos económicos.
También llegó a jugar varias partidas con el Che GuevaraUtilizó
el dinero para emigrar a Ecuador, aunque fue en Guatemala donde logró
relanzar el invento, obteniendo notables rendimientos económicos.
También llegó a jugar varias partidas con el Che Guevara. Todo iba bien
hasta que, tras el golpe de Estado en Guatemala, lo apresaron, según su
versión agentes franquistas.
En un avión, destino a Panamá, se convirtió
también en uno de los primeros secuestradores aéreos de la
historia para librarse de sus captores.
Regresó a España tras la
muerte de Franco, sorprendiéndose de la enorme popularidad que había
adquirido su invento. Falleció en 2007, en Zamora, y aún hoy ninguna
federación de futbolín ha reconocido su paternidad del invento.
Antes de
morir, el que también fuera albacea del poeta León Felipe, entregó sus
memorias a la agente literaria de Gabriel García Márquez, Carmen Balcells. El documental Tras el futbolín, dirigido por Bep Moll, es el mejor testimonio de su vida.
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