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ASTERIX Y LA INGENIERÍA
Hace unos días salió a la calle el nuevo álbum de Astérix, titulado Astérix y los Pictos.
En él, los irreductibles galos viajan a Escocia, donde (no podía ser de
otra manera) se topan con unos cuantos romanos a los que dan para el
pelo.
Si eres lector de Astérix (basta, en realidad, con que hayas leído algún álbum), sabrás que están locos estos romanos.
A ojos del reducto bárbaro que protagoniza los tebeos, el Imperio
invasor está formado por una panda de neuróticos, absurdos y temerosos
señores con casco. Eso incluye a Julio César, por supuesto, que es quien
rige el destino de los romanos en los turbulentos tiempos de Astérix.
Lo
que no saben los héroes galos es que, por mucho que se empeñen en
defender su aldea, los galos ya han perdido la batalla de cara a la
Historia. Porque, aunque ellos tienen la poción mágica, Julio César
tiene la pluma con la que, literalmente, está escribiendo la
Historia. En su obra De bello Gallico (Comentarios sobre las Guerras de las Galias),
César narra la conquista de Galia. Lo hace hablando de sí mismo en
tercera persona, a mitad de camino entre la crónica y la
autohagiografía. Tal y como habla, por cierto, en los cómics de Asterix.
El poder de la ingeniería romana
La
pluma fue una decisiva arma del Imperio Romano, aunque no la única, y
tampoco la más eficiente. Ese puesto, si dejamos a un lado la lanza y la
espada, merece ser ocupado por la ingeniería. Hasta donde sabemos,
Astérix no visitó a los suevos, que fue un pueblo germánico del norte.
Resulta extraño, ya que en su territorio, a orillas del Rin, tuvo lugar
un episodio notable de la historia romana. Un episodio protagonizado por
Julio César y narrado por sí mismo en su magnum opus donde la ingeniería se desveló como una poderosa arma psicológica.
Año
60 antes de Cristo. Galia está siendo conquistada por los romanos y
saqueada por los germanos, sus vecinos del este. Entre los germanos
están los suevos, que hacen incursiones rápidas en suelo galo
atravesando el Rin, la frontera natural que separa sus tierras de Galia.
A Roma esto no le hace ninguna gracia, por supuesto, de modo que Julio
César decide presentarse a orillas del Rin. Obviamente, no lo hace solo;
le acompañan 40.000 legionarios.
César
no pretende invadir Germania, bastante tiene con mantener Galia bajo
control; solo quiere dejar claro a sus habitantes que Roma les observa y
que no está dispuesta a tolerar que campen alegremente por tierra
galas. Quiere mandar un mensaje que deje entrever el imponente poderío
del Imperio Romano. Julio César, según cuenta él mismo en De bello Gallico,
ordenó a sus ingenieros la construcción de un puente que cruzara el
Rin. Él comentó que no lo movería de allí hasta que pudiese cruzar aquel río a
caballo en una construcción digna del gran Imperio.
El puente, de
300 metros de largo, fue puesto en pie en tan solo 10 días. No fue
fácil. Los romanos tuvieron que solucionar, por ejemplo, la compleja
labor de clavar unos pilares de casi medio metro de diámetro en el fondo
del Rin, que, en su tramo más hondo, alcanzaba los nueve metros de
profundidad. Pero lo consiguieron y, en el año 55 antes de Cristo, Julio
César cruzaba el Rin acompañado de 40.000 hombres.
Fue, vio y
venció sin derramar una sola gota de sangre. Exploró tierras bárbaras y
paseó a sus tropas ante la impotente mirada de los germanos para luego
dar la vuelta, cruzar nuevamente el puente y ordenar su destrucción.
Cuenta
la Historia que, a partir de entonces, los suevos se lo pensaron mucho
antes de provocar de nuevo al gran Imperio Romano. Claro que solo
tenemos la versión del César. No estaría de más que algún día Astérix,
Obélix y compañía nos cuenten la suya. Apuesto a que no es tan épica.
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