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El siglo de los átomos
A finales del siglo XIX todo el mundo estaba familiarizado con la electricidad, aunque nadie sabía en qué consistía
A Montserrat Casas Ametller (1955-2013), física atómica y nuclear
que, siendo rectora de su universidad, deseó que el costo de las flores
que le enviarían a su funeral se dedicara a financiar una beca de
investigación.
Lucrecio, quizá el más grande poeta y filósofo romano, en el siglo I
a.C describió con belleza sin par todo el atomismo cuyas semillas
plantaron unos siglos antes Leucipo y Demócrito. En De rerum natura,
sobre la naturaleza de las cosas, no pocos de sus miles de versos los
dedicó Lucrecio a cómo tendrían que ser los átomos y las uniones entre
ellos.
Veinte siglos después, entre la primavera y el otoño de 1913, un
físico danés, Niels Bohr, publicó tres artículos, al primero de los
cuáles le puso el lucreciano título Sobre la constitución de los átomos y las moléculas.
¿Por qué aquella formidable intuición tardó tanto en hacerse evidencia?
Por muchas razones, pero la principal quizá fuera la hegemonía
arrolladora del aristotelismo, enemigo acérrimo del concepto de átomo.
Siempre hubo atomistas, algunos tan convincentes como el sacerdote
Pierre Gassendi, que trató de armonizar el cristianismo con la idea de
un número finito de átomos creados e impulsados por Dios. Pero incluso
el gran Kant sostuvo que el estudio de la materia nunca sería una
ciencia genuina, porque los átomos no se podrían matematizar y por ello
jamás surgiría un Newton que formulara leyes atómicas universales.
La transformación de la alquimia en química hizo que el concepto de
átomo mostrara su potencial aunque todos, incluidos los químicos,
dudaban de su existencia.
Fue Einstein, en uno de sus cuatro gloriosos
artículos de 1905, quien demostró que los átomos existían, pues no otros
entes podían impulsar el misterioso movimiento caótico de pequeñas
partículas de polen inmersas en agua. Existían los átomos, sí, pero
¿cómo eran?
A finales del siglo XIX todo el mundo estaba familiarizado con la
electricidad, aunque nadie sabía en qué consistía. Hasta 1897 no se
descubrió el electrón, la partícula responsable última de la
electrificación de calles, casas y fábricas.
El electrón no podía surgir
más que de los átomos, pero entonces estos eran cualquier cosa menos
indivisibles. Serían como esponjitas esféricas de carga eléctrica
positiva con electrones negativos embebidos en ellas que las
neutralizaban y podían escapar con facilidad. No eran así, porque el
neozelandés Rutherford demostró que los átomos tenían un minúsculo
núcleo en torno al cual debían girar los electrones. Las proporciones
eran pasmosas: si un átomo tuviera el porte de una catedral, su núcleo
tendría el tamaño de una mosca en el centro. Y con toda la masa
concentrada en él, porque los electrones son muy livianos. El alborozo
que producía la idea de átomos como pequeñísimos sistemas solares duró
muy poco, porque aquello era tan inestable que, simplemente, el mundo
material no podía existir.
Rutherford recibió en su laboratorio de Mánchester a un joven danés
que pretendía hacer la tesis doctoral con él. La inclinación teórica de
Niels Bohr le daba pavor a Rutherford. Se decía de éste que cuando
escuchaba a un discípulo pronunciar la palabra universo era cuestión de
tiempo que lo despidiera.
Pero Bohr dejó fascinado a Rutherford, porque
explicó cómo podían ser estables los minisistemas solares que él
concibió: combinando la física clásica con la mecánica cuántica
recientemente enunciada y en vías de construcción.
En esencia, el átomo de Bohr se sostenía en dos postulados:
- El primero, que el equilibrio de los electrones en torno al núcleo se podía describir en términos clásicos, pero los cambios entre sus estados estacionarios, no.
- El segundo, que esos cambios de estado de los electrones eran provocados por, o tenían como consecuencia, la absorción y la emisión homogénea de radiación.
La frecuencia de esa radiación (la
luz es la franja de la radiación a la que es sensible el ojo humano) y
la energía puesta en juego en estos saltos las definían el cuánto de
Planck, es decir, el embrión de la mecánica cuántica. La formulación
matemática sencilla de estas ideas aplicadas al átomo más simple y
abundante del universo, el de hidrógeno, dio resultados en coincidencia
pasmosa con los datos experimentales. Cuando a Rutherford le reprocharon
jocosamente su admiración hacia un físico teórico, respondió que el
caso de Bohr era distinto porque era futbolista. Ha leído bien el
lector.
Niels Bohr nació en 1885 (tenía 28 años cuando hizo el descubrimiento
anterior) en el seno de una familia ilustrada y rica: su padre era
catedrático de fisiología y su madre, también muy culta, hija de un gran
banquero judío. Niels fue el segundo de tres hijos, y siempre dijo que
él era el más torpe. De Jenny es difícil opinar, pero Harald, el menor
de los tres hermanos, fue un matemático que alcanzó el doctorado antes
que Niels y, como futbolista, perteneció a la selección danesa, cosa que
no alcanzó su hermano mayor.
Albert Einstein y Stephen Hawking posiblemente sean los físicos más
famosos del siglo XX, pero Niels Bohr fue sin duda el más influyente. En
lugar de micrófonos, cámaras, grandes audiencias y presencia en los
periódicos, Niels Bohr utilizó la conversación para conseguir sus
objetivos. Y eso a pesar de que sostenía que cada frase suya se debía
entender como una duda y no como una afirmación.
Antes incluso de recibir el premio Nobel en 1922, Bohr había
conseguido fondos para la construcción de un instituto de física teórica
en Copenhague. Por allí pasaron todos los jóvenes brillantes del mundo
que construyeron la mecánica cuántica al albur de explicar la estructura
de los átomos. Y después la del núcleo atómico. De ahí a la fisión
nuclear hubo pocos pasos.
Bohr, que tuvo que huir de la Dinamarca ocupada por los nazis a causa
del origen judío de su madre, participó en el inicio del proyecto
Manhattan. Cuando vio que la bomba atómica podría ser usada como arma y
no como disuasión, puso en juego toda su habilidad para evitarlo.
También salvó a infinidad de físicos brillantes perseguidos por los
nazis.
La gran capacidad de persuasión de Niels Bohr no siempre le dio
frutos, porque algunas de sus memorables conversaciones fueron
infructuosas. La que tuvo en el parque vecino al instituto con
Heisenberg, el gran físico del que había sido amigo y que a la postre
dirigió el proyecto de bomba atómica nazi, solo sirvió para
distanciarlos. De aquella misteriosa conversación se ha hecho hasta una
obra de teatro representada por todo el mundo: Copenhague. Sus
conversaciones con los presidentes Roosevelt y Churchill casi le cuesta
la libertad por no decir algo peor, porque ambos políticos consideraron
peligrosa su propuesta de compartir la información sobre la bomba
atómica con todos, en particular con los rusos. El ingenuo Bohr creía
que las guerras se harían así obsoletas, pero al menos, en su lucha por
lo que él llamaba un Mundo Abierto apoyó con fuerza y éxito la
idea de crear el CERN, el Centro Europeo de Investigaciones Nucleares y
la aplicación pacífica de la energía nuclear.
El siglo XX bien podría definirse como el siglo de los átomos porque
casi ninguna tecnología actual escapa del dominio de esos entes que
tantos siglos costó dilucidarlos. Esto que parece tan prosaico e incluso
terrible si se piensa en el armamento nuclear, puede tener una
componente poética.
Para Bohr, el lenguaje de la física atómica y
nuclear no distaba de la poesía, porque “el poeta no trata de describir
los hechos sino de crear imágenes y establecer conexiones; el físico,
como el poeta, no trata de averiguar cómo es la Naturaleza sino entender
lo que esta le dice”.
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